Cuando era niña siempre en las vacaciones viajábamos con mi familia a Tome, un pueblo costero, de cerros y casas ubicadas en ellos.
Una de esas casas era la del Tío Willy. Un lugar fantástico, lleno de desniveles y muchas puertas para abrir y cerrar mientras corrías por las casa jugando con las ropas de pistolero que habían dentro de una caja que el tío escondía bajo una mesa. Las múltiples posibilidades de recorrer la casa hacían de ella un lugar fantástico para correr y ser correteado, el mejor ricón de todos, era cuando llegabas a la pared que se movía, te iban persiguiendo, pero si lograbas pasar rápido empujabas un muro y dejabas encerrado al que te perseguía y si el quería salir tenia que volver a empujar el muro y quedaba encerrado en la pieza a la que entraba, entonces tenia que volver a mover la pared para poder salir y en eso tu ya estabas lejos y escondido nuevamente.
Eso de subir por una escalera, bajar por otra entrar por una puerta salir por otra, esconderte, salir, mirar por las ventanas interiores para saber donde estaba el que te buscaba y poder seguir corriendo, abrirle una puerta para que chocara o encontrarse en una esquina por sorpresa, hacían de esa casa un lugar al que siempre todos los niños queríamos ir.
Un día encontramos abierta una puerta que siempre estaba con candado y cuando la abrimos sorpresa había una escalera, así como la entrada a un sontano, empezamos a bajar a esa zona misteriosa, con mucho cuidado y cuando llegamos a bajo, nos dimos cuenta que era otra casa, la recorrimos y fue ahí cuando nos dimos cuentas que debajo de la casa del Tío willy, no habían solo muros, sino otro lugar para jugar, pero pocas veces pudimos estar ahí.
EL DINAMISMO QUE CONFORMABA EL LUGAR, la posibilidades que nos otorgaba para ,movernos por el, me motivo, me hizo pensar que espacios como ese eran los que los niños debiesen experimentar.
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